Mis abuelos tenían un local que usaban de trastero en el pueblo. Otrora había sido la consulta de mi abuelo, que era veterinario. A mí me encantaba ir al bajo pero la razón fundamental no estaba dentro, sino fuera:
Justo enfrente del bajo había dos moreras. Todas las primaveras íbamos a coger sus hojas para alimentar a mis gusanitos de seda. Mi madre guardaba en una cajita de cartón un paño con los huevos que las mariposas habían puesto el año anterior.
Con mucha paciencia, iba trasladando los pequeños gusanitos recién salidos del huevo con una carta de poker y los iba poniendo en las hojas de morera.
Pasaban de ser “una pizquitina de ná” como decía mi abuela, a convertirse en unos gusanos gordotes blancos que me ponía en el dedo y daban como pasitos con unas patas pegajosas. Y yo me quedaba horas mirando como andaban y me daban como besitos con las patitas.
Un día empezaban a hacer un capullo. Había algunos amarillos y otros blancos. Y luego salían las mariposas. La verdad es que las mariposas eran bastante feotas, con el “culo” muy gordo. Mi madre entonces las separaba y les ponía un paño, donde ponían huevos. Los huevos al principio eran amarillos pero luego se hacían negros.
Y los guardábamos en la cajita. Hasta el año siguiente.
Y aún hoy, cuando llega marzo, me fijo en las moreras para ver si están sacando sus hojas y poder ir al armario con ilusión a ver de nuevo mis gusanitos.
La nitidez con la que me vienen a la cabeza estos recuerdos y el ver a mis hij@s repetir lo mismo cuando he sido madre, me hace entender que hay un vínculo fuerte entre estos animalitos y los niños. Una emoción que perdura.
Algo…
que me recuerda a mi querido Danio.
Por eso, mañana saco a la venta un Curso de gusanos de seda, en el que te enseño todo lo que he aprendido de este animal y te enseño como sacarle todo el partido posible para aprovechar esta emoción,
…para enseñar ciencia.
Como hice con Danio.
Atent@ mañana al correo.
Un abrazo
Txus